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NURIA
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Veintitrés de junio. La noche de San Juan. (De mi diario).

Estoy en el hospital desde hace tres días. Fuera suenan los petardos, la música y los gritos de la fiesta. El fuego de las hogueras debe trazar a lo lejos la línea de la playa. Detrás se extiende el mar que se pierde oscuro en la nada. El ruido del aparato de aire acondicionado se parece al que hacen las olas al agotarse en la orilla.

Manuel hace tres días que tuvo el infarto y apenas evoluciona. Sigue con los ojos cerrados. Si alguna vez los abre, se le quedan perdidos. El gotero está a punto de terminar. Es como un reloj de agua que va apagando su vida gota a gota. La suya y la mía, quizás. El destino o el azar o no sé qué, se encarga de que transcurran por el mismo camino, a pesar de todo.

Hace un momento he notado sus ojos encima. Creo que me reconoce y sigue con la misma pregunta. Mi respuesta no ha variado nunca, pero creo que esta noche, por fin, debería decirle la verdad.

Sigue la música en la calle y la noche viene cargada de nostalgia. La próxima semana cumpliré sesenta años. Juan treinta y seis en esta noche especial.

¡Éramos tan jóvenes! Encendimos una hoguera en la playa. Éramos muchos, estaban sus amigos, y mucha gente que apenas conocíamos, pero la música, el fuego, la noche, el mar nos juntó en la euforia. Saltamos por encima de las llamas, asamos sardinas, nos tomamos las cocas y bebimos vino y mucho cava. A media noche, Manuel me tomó de la mano y me empujó a la orilla. Metimos los pies en el agua. Cada vez nos adentrábamos más en el mar. Brincamos sobre las olas que nos recibían alborozadas. La espuma me salpicaba el vestido. Era un vestido estampado que había estrenado días antes, por nuestro primer aniversario de boda. Estoy segura que no lo recuerda. Nunca ha sido hombre de muchos detalles. Pero yo nunca podré olvidarlo. Cuando quedó empapado se me pegó al cuerpo y sentí que me oprimía. Extasiada, me hendía en el agua. Muchos tropezaban con nosotros y nos fuimos separando. Manuel se quedó atrás. Solamente unos pocos, ebrios de todo y de magia, como peregrinos, intentábamos seguir el camino de plata que trazaba la luna en el mar. Una de las veces que giré mi cabeza en su busca, descubrí que se volvía a la playa, que me abandonaba en medio de aquel claro en la oscuridad. No me sentí sola, más bien me sentí liberada. Percibí que su compañía no me era necesaria. Vi con claridad que Manuel tan solo era para mí un báculo en el que me apoyaba. Aun siendo mucho, no era nada más. Ese pensamiento en aquel momento no me produjo ninguna tristeza. Más bien fue motivo de dar rienda suelta a mi instinto, y me quité el vestido. Se lo entregué al mar o a alguno de aquellos muchachos que como delfines me rodeaban. Noté que me diluía en el agua, que como barro tierno me deshacía y me desvanecía en su abrazo para pasar a ser parte del agua plateada en medio de figuras oscuras. Nadé con ellos, me abrace a su torsos desnudos, me sumergí con ellos, pasaron entre mis piernas, subí a sus hombros, me tomaron de la mano y de la cintura, cabalgué sobre ellos. Fui su dueña. Después, cuantas veces he recordado aquel momento, de todas las veces que me inundó el mar nunca he podido recordar cuantos fueron.

Cuando el mar me devolvió a la orilla, rota de gozo y desnuda, Manuel estaba sentado junto al rescoldo de lo que había sido la hoguera. Me acerqué a él y tropecé con su mirada. Era como una muralla que me impedía la entrada. Se levantó y con gesto hosco se quitó la camisa y me la echó encima. Todo lo que me dijo lo olvide de inmediato. Se había extinguido la magia.

Pasé el verano embarazada en medio de la sospecha. El otoño la acrecentó hasta hacerla insoportable en invierno y cuando llegó Juan casi con la primavera, nuestros mundos eran distintos. Traté de convencerle que no podíamos vivir de aquella manera, hasta mentirle. Nos mentimos los dos desde entonces. Yo por jurarle que Juan era suyo, él por tratar de mostrar que me había creído. Lo aceptó, jugó con él, le explicó las matemáticas, las leyes de Kepler y la termodinámica, pero en el fondo de sus ojos nunca desapareció la sombra.

Con ella hemos vivido muchos años hasta que Juan se hizo un hombre. Hoy dibuja caminos que unen ciudades e imagina puertos en el mar, y se ha sentido orgulloso de él, y se siente. Yo tanto más, es mi hijo. Pero nosotros fuimos echando abajo todos los puentes. Nos tuvimos que abandonar. De eso hace ya nueve años, y la sospecha subsiste cuando está a punto de morir.

De nuevo en esta noche de San Juan estoy con él. Creo que lo sabe, que cuando hace un momento ha abierto los ojos me ha reconocido.

Hace tres días me llamó mi hijo: <>, me dijo. La primera noche estuvo él, anoche estuvo su mujer. Esta noche le he dicho que me quedaba yo. El gotero se ha terminado. Debo avisar a la enfermera. Parece que las voces y la música de la noche han ido amainando. Las hogueras de la playa deben haber dado paso a las ascuas, como si las estrellas hubieran caído en la arena. Aquí se oye el rumor de las olas cuando mueren, pero es el aire acondicionado que las imita. No creo que Manuel resista la madrugada. Después que la enfermera le cambie el gotero me sentaré a su lado. No le tomaré la mano, pero le diré la verdad. No es justo que se vaya para siempre con su sospecha. Así podremos descansar.

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Este relato está incluído en mi libro “Porque digo tu nombre te llevo conmigo” Libro de relatos breves todos ellos con nombre de Mujer desde la A a la Z . Este corresponde a la N y por tanto la pprotagonista en esta ocasión es Nuria.


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Noche de san Juan (Nuria) | El blog de Bárbara Fernández

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